jueves, 4 de junio de 2009


La palabra tristeza y sus sinónimos se usan de forma indiferenciada para demasiadas cosas. Puede ser triste una noticia, una mirada, un día, una casa..., hasta cuatro patatas en un plato. Se puede ser o estar triste; se puede provocar o sufrir tristeza.
Así es la emoción menos placentera, la que genera desaliento, desamparo, insignificancia y melancolía: el sentimiento más inútil. Sí, el más inútil, porque mientras el miedo carga de energía al organismo para luchar o huir y la ira lo hace para responder con agresión, la tristeza hace creer que no hay nada que hacer, que nadie es culpable. La persona triste sólo puede rendirse al sufrimiento.
Como sucede con casi todas las emociones, la tristeza nos resulta familiar. Nos la cruzamos por los pasillos de la vida frecuentemente; es más, algunos tenemos conciencia de que tarde o temprano nos toparemos con ella en su estado más dramático. Tiene, eso sí, una cruel ventaja y es que no sorprende: antes de que se desencadene, ya se conocen sus consecuencias.
Paradójicamente, los artistas han valorado la tristeza como una fructífera fuente de inspiración, capaz de extraer lo más hondo del espíritu humano. Y algunas culturas tampoco la consideran un sentimiento negativo. El llanto no se interpreta igual en todas partes y hay personas que viven habitualmente en un estado de dulce melancolía (Flaubert dijo: "Cuidado con la tristeza, es un vicio").
Pero independientemente de cómo se perciba, creativa o amarga, esta emoción es obstinada con quien la guarda en su corazón. Por la "ley de la asimetría hedónica", mientras que el placer desaparece con la satisfacción continua, el dolor de la tristeza puede persistir con el tiempo si se mantienen las condiciones adversas